El pasado sábado se estrenó con la Real Sociedad
el último fichaje que aún no había debutado ni en los amistosos ni en competición oficial: El nuevo Anoeta. Ante el Atlético Ødeegaard y Monreal demostraron ser grandísimas incorporaciones, pero fue el estadio el que realmente marcó las diferencias. Lo que antes era un campo frío en el que la voz de la afición se perdía por la pista de atletismo antes de llegar al césped ahora se ha convertido en una auténtica olla a presión, y eso no es solo un punto a favor para los aficionados, que pueden distinguir a los futbolistas sin catalejos, también lo es para los jugadores que defienden la zamarra txuri-urdin sobre el terreno de juego.
Nada más cruzar el túnel que conecta con los graderíos no pude evitar que se me escapara una pequeña pero sincera sonrisa. Por fin el estadio que merecíamos. Creo que no me equivoco si aseguro que las 34.500 gargantas que acompañaron al equipo (algunos medios dicen que fueron incluso más de 36.000 en realidad) sintieron lo mismo que yo al presenciar en primera persona el nuevo campo. Imposible que los futbolistas no sintieran lo mismo.
La victoria contra el Atlético fue el broche de oro a una tarde en la que se pudo ver a Anoeta en todo su esplendor, un estadio que llevó en bolandas al equipo. La Real Sociedad, de la mano de Jokin Aperribay, ha saldado una deuda pendiente que tenía con su afición desde que derribaron Atotxa y construyeron un estadio olímpico (no de fútbol) en su lugar. Ahora, la hinchada debe responder e intentar que lo que se vio el sábado no quede en una anécdota. Un campo implicado puede significar muchos puntos al final de la temporada. Antes el 12º jugador de la Real estaba en el banquillo y poco podía hacer. Ahora que es titular puede aportar más, pero su responsabilidad también es mayor. El sueño se ha cumplido, pero no ha hecho nada más que empezar.